GONE WITH THE WIND… En 1939, Victor Fleming y David. O. Selznick legaban a la eternidad una de las joyas más fastuosas y eternas del séptimo arte. La -siempre huidiza y caprichosa- Reina Mab se presentaría a la narradora Margaret Mitchell, tres años antes, inspirando la prodigiosa obra que Fleming y Selznick llevarían a la gran pantalla. El fruto de este encuentro fue esa inolvidable novela, ese poderoso y cruento reflejo de la Guerra Civil Americana, ese magistral documento que puso de relieve las inmundicias y desastres del vesánico conflicto. Mitchell arrasaba -nunca mejor dicho- el panorama literario con la publicación de Lo que el viento se llevó. El rodaje no fue nada sencillo. Egos aparte –Selznick esperó dos años para iniciar la grabación, debido a su firme propósito por asegurar la participación del inolvidable Clark Gable como Rhett Butler-, la película presentó problemas casi desde su propia génesis: se entrevistaron a más de 1400 actrices -antes de encontrar a la magnífica Vivian Leigh-, el guión de Sidney Howard sufrió numerosas revisiones, la temática abordada (esclavitud y guerra)… Sin embargo, las críticas del film fueron muy positivas y su popularidad enorme, llegando a recibir diez Premios Óscar y erigiéndose en una de las cintas más legendarias de la cinematografía universal. El clímax de la película y una de las escenas más míticas en la historia del cine tiene como protagonistas a la rebelde Scarlett O’Hara y a su amada “Tara” –la explotación georgiana de algodón familiar-, que había sido devastada por los horrores de la guerra. La magistral música de Max Steiner nos presenta, mientras rompe el alba en “Tara”, a una denostada Scarlett, hambrienta, que deambula por la otrora frondosa explotación agrícola en busca de sustento. Ve un tubérculo, lo arranca de cuajo y -sin siquiera limpiarlo- no duda en ingerirlo. Scarlett se da cuenta de su deshonrosa acción, de lo que el hambre puede despertar en el ser humano, reniega de su acto y lanza una proclama -entre sollozos-: “A Dios pongo por testigo, a Dios pongo por testigo de que no lograrán aplastarme… Viviré por encima de todo esto y, cuando haya terminado, nunca volveré a saber lo que es hambre. ¡No! Ni yo ni ninguno de los míos. Aunque tenga que estafar, que ser ladrona o asesinar… A Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre”. Esta escena y, sobre todo, esa mirada, esa indómita mirada de Vivian Leigh, acudió a mi mente e hizo erizar mi piel, la madrugada del pasado -y ya infausto para mi recuerdo- sábado 5 de enero. Esos ojos iracundos, llenos de dolor, de pasión, de ira… de pesar por el deber no cumplido. Ese rostro de firme decisión, de volver en un futuro y revertir lo ya pretérito, era el que despertó en mí la figura de Josh Allen mientras abandonaba, derrotado, el NRG Stadium de Houston. Sabía bien de sus errores -los propios y los ajenos-, era plenamente consciente de sus limitaciones, de lo bueno y lo malo, había colapsado -lo sabía muy bien… y la gente no tardaría en recordárselo-. La vida no le había regalado nada… absolutamente nada. Pero si algo tenía claro es que volvería, mejoraría y, sí, volvería. Era el abanderado de una ilusión, de un sentimiento, de una afición que solo conocía el sufrimiento. ¡Volvería! Y ponía “a Dios por testigo”… La desesperación e impotencia de Josh, tras la derrota ante Texans / forbes.com UN GRANJERO LLAMADO JOSHUA ALLEN Joshua Patrick Allen nació el 21 de mayo de 1996 en Firebaugh (California). Esta pequeña localidad agrícola californiana apenas cuenta con 7600 habitantes y tiene los servicios mínimos (escuela, instituto, puesto de bomberos y policía, ayuntamiento…). Aunque si quieres algo de diversión has de tomar la Interestatal 33 y desplazarte unos 30 kilómetros, a Mendota, para encontrar un centro comercial con tiendas, servicios de restauración o cines. Poca gente acude a Firebaugh… ni siquiera los scouters. “No tuve ninguna oferta de nadie… Simplemente los reclutadores no venían a Firebaugh a ver football”, explicó Allen en cierta ocasión. El pequeño Joshua creció en una explotación agrícola especializada en algodón, melones cantalupos y trigo, de unos 2000 acres -las analogías con Scarlett O’Hara empiezan a sorprender-. Era un chico de granja. Su bisabuelo, un emigrante sueco, se instaló en esa zona de California e hizo fortuna durante la Gran Depresión. Josh siempre tuvo a su padre como ejemplo a seguir. Joel Allen era el continuador de una saga de tres generaciones de granjeros. “Sin duda tuve el mejor modelo en mi padre: un trabajador infatigable, un buen hombre de negocios y un auténtico padre de familia”. Siempre veía levantarse a su progenitor con una sonrisa, a pesar de que tuviera por delante una dura jornada en el campo a más de 40 grados de temperatura. “Cualquier día siempre era especial para mi padre… Esa determinación, esa manera de afrontar la vida, es la que me ha situado en el lugar en el que estoy. Es la que me da fuerza para conseguir cualquier reto”, Allen siempre tiene palabras de admiración y agradecimiento hacia el bueno de Joel. Joshua creció como un atleta multidisciplinar y competía en todos los deportes que podía, con sus hermanas Nicala y McKenna. Allen disputaba en el instituto football, baloncesto, soccer, béisbol, kárate y natación. Curiosamente, el high school de Firebaugh fue construido en 1970 y sería su abuelo el que donara gran parte de los fondos para su edificación. A pesar de que Josh destacaba fundamentalmente en football –aunque también era muy bueno en béisbol y baloncesto-, ninguna universidad de la FBS (Division I) le ofreció beca alguna. Varios pudieron ser los motivos de este primera “caída” en la trayectoria profesional de Allen. La primera gran razón, lógicamente, era la propia Firebaugh. A prácticamente nadie le interesaba lo que sucedía en aquella parte del mundo… y menos la evolución de un muchacho que compaginaba varios deportes e incluso prefería la práctica del béisbol o baloncesto. Por ende, no… Continue reading A DIOS PONGO POR TESTIGO…